domingo, 7 de marzo de 2010

Mi vecino Eddie...

La última vez que supe de Eddi no lo vi, lo olí: mi vecino Eddi había dejado ante la puerta de mi apartamento el rastro de su característico aroma, una mezcla de orines, tabaco y sudor, en su camino hacia el retrete: un pequeño cubículo situado en la escalera de mi edificio. Eddi no tiene cuarto de baño dentro de su casa; vive en un segundo piso de una escalera más del distrito de Kreuzberg. Eddie huele extremadamente mal, además de porque parece tener serios problemas mentales, porque no tiene agua en su casa: la administración de la finca hace meses que le cortó el suministro porque ya no podía pagar las facturas. O quizá porque lo quiere expulsar de su suculento piso. Tal vez por eso Eddie tiene cara de vivir acorralado. Sí, definitivamente, creo que la vida lo tiene acorralado.

A primer golpe de vista, Eddie parece un tipo relativamente normal. Bueno, mejor dicho, parece un berlinés relativamente normal. Es decir, no es más extravagante que las miles de extravagantes personas que habitan extravagantemente esta extravagante ciudad. Pero Eddie apesta. Nadie sabe realmente en qué invierte sus días. Los vecinos sólo sabemos que Eddie hurga en los contenedores de basura del patio interior en busca de botellas de plástico y vidrio para retornarlas en el supermercado y sacarse así unos euros extra que complementen los 300 y pico euros mensuales de su Hartz IV. Ah, se me olvidaba: Eddi es un Hartz IV, un parado de larga duración. Uno de esos que muchos consideran irrecuperables para la vida laboral porque, simplemente, llevan demasiado tiempo fuera del mercado de trabajo. Uno de los alrededor de seis millones de ciudadanos alemanes que los liberales consideran un cáncer para lo que queda del Estado del bienestar y para el sistema de economía de libre mercado. Son tantos que la Agencia Federal de Empleo se resiste a incluirlos en las cifras de desempleados: de hacerlo, el porcentaje oficial de paro en Alemania no estaría en el todavía aceptable 8 por ciento.

En invierno es soportable, pero con el seco calor del verano berlinés, las meadas de Eddie ante la misma puerta de entrada del edificio obligan a los vecinos a entrar en él aguantando la respiración. Creo que Eddie se mea en la misma puerta en forma de venganza: de venganza contra una sociedad que no le deja entrar más en lo que es considerado como la normalidad por el consenso social: un trabajo, un sueldo fijo y digno, un coche, unas vacaciones de tanto en tanto, quizá hijos y sí, también una pareja que destierre para siempre esa amarga soledad que tiene acorralado a Eddi. Por eso Eddie se mea ahí, en la esquina de la puerta, en una reacción de rabiosa desesperación.

Hace 20 años Eddie era feliz. Ya entonces vivía en este edificio en el que yo vivo ahora, en el que había una vida comunitaria activa, con conciertos y actividades en el patio interior del mismo. Eran los salvajes ochenta berlineses, días en los que parecía que el mundo sólo podía ir a mejor. Después Eddie paso a tener una de esas tantas vidas normales y aburridas: trabajó como cámara en varios canales de televisión alemanes. Un día me lo contó en mi casa. Eddie vino a mi puerta como buscando huir de su solitario acorralamiento. Pero en un momento dado, me siguió contando Eddie con ojos tristes mientras se liaba un cigarro ya en mi habitación, las cosas se comenzaron a torcer. Primero llegó el paro, después vino el alcohol, la soledad nunca se quiso ir, y la familia, bien, la familia hace tiempo que desapareció en Alemania. Su papel lo juega el Estado. Ese Estado que ahora parece querer recortar tanto subsidio social. Un sistema que representa una especie de "tardía decadencia romana", en palabras de Guido Westerwelle, ministro de Exteriores y líder de los liberales alemanes, ahora tan gubernamentales y seguros sí mismos y de tener la verdad y la solución a todos los problemas que acucian a la economía germana.

Esas declaraciones de Westerwelle venían precedidas de una reciente sentencia del Tribunal Constitucional: según el tribunal, las ayudas que reciben los alrededor de 6,5 millones de personas que viven exclusivamente del subsidio conocido como Hartz IV (adultos desempleados y los menores a su cargo) son insuficientes para asegurar una vida digna. Vaya novedad. Los liberales, no obstante, dicen que no puede ser que una persona que trabaja gane menos que una que no trabaje. No dicen nada, sin embargo, de los sueldos de miseria que se cobran en no pocos sectores (en algunos, 3 euros la hora) o de la inexistencia en Alemania de un sueldo mínimo. Tampoco de las multimillonarias ayudas que recibieron los bancos tras el estallido de la crisis financiera, provocada en parte por esos mismos bancos. Eso no les parece "tardía decadencia romana" a los liberales alemanes. Aunque sean ayudas que representen a la perfección la aparentemente irreversible decadencia de nuestro sistema económico.

Eddie es ajeno a todo el revuelo político levantado por la sentencia del Constitucional. Mi vecino Eddie sigue hurgando a diario en los contenedores de basura, dejando el rastro de su insoportable hedor corporal y tomándose su particular revancha personal en forma de orín ante la puerta del edificio y la inmutable vecindad. Eddie parece haber aceptado definitivamente que nunca más volverá a encontrar la llave para abrir la puerta de la habitación de la normalidad social. Eddie sabe que hasta el final de sus días su principal actividad será intentar esquivar a la insoportable soledad que le tiene acorralado. Y echarse una meada de tanto en tanto para disfrutar al ver desde la ventana de su mugriento apartamento como sus vecinos tienen que aguantar la respiración para entrar en el edificio mientras políticos como Westerwelle siguen rebuznando desde su tribunas la solución a sus problemas.

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